18 april 2010

La tempestad social que se aproxima

Pasado el primer impacto del terremoto y maremoto del 27 de febrero, quedan las secuelas que demorarán años en superarse. Apenas comienza la evaluación de los destrozos para determinar lo que debe ser demolido, qué se construirá nuevamente y dónde, qué se reparará y a qué costo, cómo se recuperarán las fuentes de trabajo y se pondrán en marcha otra vez las actividades productivas paralizadas. Sin embargo, por primera vez en más de setenta años una catástrofe de la magnitud y profundidad de la ocurrida será abordada solamente con criterios de mercado, en los que predomina como objetivo la ganancia capitalista.
Entretanto, todo marcha a tropezones, desmitificando la aureola eficientista y profesional de que intentaba revestirse el gobierno de la derecha. El presidente Sebastián Piñera aparece hasta ahora más preocupado de producir efectos mediáticos que de gobernar racionalmente. Su actitud incesante ante cámaras y micrófonos está lejos de la sobriedad en los gestos, la profundidad en las palabras y la calma necesaria para adoptar medidas que beneficien a los sectores más modestos que han sufrido lo peor del desastre.
El presidente-empresario, en cambio, prefiere correr de un lado para otro, siempre rodeado de su equipo de prensa, convencido de que las imágenes valen más que la realidad. Esta última, sin embargo, está mostrando la pereza asombrosa del equipo de gobierno.
Lo que se anunció que estaba muy estudiado y que contaba con el respaldo técnico de los grupos Tantauco, se ha desvanecido, al igual que se ha hecho humo la promesa del presidente Piñera de vender sus acciones en LAN antes de asumir el mando, así como desvincularse de su canal de TV, Chilevisión. Se levantan sospechas de que la tardanza ha correspondido a la voluntad de ganar tiempo para aprovechar el alza de sus acciones, incrementando así su ya enorme fortuna. Cálculos mesurados señalan que en un mes ha duplicado su capital (ver págs. 6 y 7).
Ni siquiera el estudio de algo tan sencillo como el bono de marzo estaba terminado. Hay más, el apagón que el 14 de marzo afectó al Sistema Interconectado Central, desde Taltal hasta Puerto Montt en una extensión de dos mil kilómetros, dejó sin electricidad a casi el 90 por ciento de la población del país pero descolocó al gobierno. Pasaron horas antes de que las autoridades dieran la cara para explicar las causas de una falla que fue responsabilidad de las empresas privadas que generan, transportan y distribuyen la energía eléctrica. Sólo atinaron a decir que la falla correspondía a la caída de un transformador en la Región de La Araucanía. 24 horas después, todavía había zonas del país sin electricidad y ninguna de las empresas asumió su responsabilidad, en un hecho que confirmó la extrema debilidad de la infraestructura levantada por la empresa privada.
El gobierno se empeña en construir imágenes que respalden sus llamamientos a la “unidad nacional”. Este artilugio persigue debilitar a la oposición y hacer expedita la tramitación de proyectos de ley con los cuales tratará de imponer el peso de la reconstrucción a los propios afectados, es decir, a los sectores populares y a las clases medias bajas, facilitando a los grandes consorcios hacer fabulosas ganancias. Las vacilaciones de la oposición favorecen en este sentido los planes del gobierno. Todavía los sectores opositores -la Concertación y el Partido Comunista, hoy aliados en la Cámara de Diputados- no tienen un planteamiento claro que apunte a lo fundamental, es decir, a que no deben ser los pobres los que paguen los daños y que los recursos para la reconstrucción provengan de los que ganan enormes sumas, como las transnacionales del cobre y los consorcios nacionales, las grandes empresas del retail, las AFPs, los bancos, las empresas de seguros y sobre todo, la industria de la construcción y sus derivados. Ni siquiera se ha planteado por la oposición la disminución del gasto militar, uno de los más elevados del continente.
Hablar de “unidad nacional” es una burla en un país donde la desigualdad entre ricos y pobres es una de las mayores del mundo. Un país en que los ricos pagan menos impuestos que los pobres, donde una minoría vive como millonario texano y los pobres vegetan en medio de la precariedad, agobiados por las deudas y la incertidumbre del desempleo, las enfermedades y las catástrofes.
El gobierno se propone entregar la reconstrucción al sector privado, convirtiéndola en un negocio y no en una tarea solidaria y patriótica. Descarta seguir el camino que en circunstancias similares siguieron los gobiernos desde 1939, cuando el terremoto de Chillán dio paso a la creación de la Corfo y de la Corporación de Reconstrucción y Auxilio, primer organismo estatal encargado de la vivienda y que enfrentó la reconstrucción de la zona devastada por el sismo. De esa forma se cumplió una labor eficiente, de alto sentido social, que echó las bases del desarrollo de un pujante capitalismo de Estado. Incluso las construcciones de emergencia fueron de alta calidad y algunas todavía permanecen. En cambio, ahora se ha generalizado el uso de mediaguas, soluciones de extrema necesidad que no deberían durar más de un par de inviernos, ya que sus condiciones apenas superan el mínimo aceptable.
Con el mercado como rector de la reconstrucción, la empresa privada hará el negocio del siglo, estrujando las posibilidades del ahorro fiscal. En términos de calidad y seguridad, el historial de las empresas constructoras no es precisamente un ejemplo. Miles de casas deben ahora ser demolidas por estar mal construidas; decenas de edificios se han derrumbado o tienen que ser demolidos. La electricidad, el agua potable y las telecomunicaciones, todas en manos privadas, se han revelado como fuentes de grave inseguridad y abuso para los usuarios. Caminos, puentes y autopistas concesionadas se han agrietado o derrumbado por responsabilidad de sus constructores. Se tolera, incluso, la estafa que significa la venta de departamentos que no se pueden habitar y por cuyas fallas nadie responde. Las empresas constructoras o inmobiliarias se disuelven al poco tiempo y sus dueños desaparecen o se convierten en “indigentes” que han cedido su patrimonio a terceros.
Preparándose para nuevos y mayores negocios como los que augura la reconstrucción de viviendas y obras públicas, impresiona la publicidad que rodea las donaciones de estos “emprendedores”, dinero que recuperarán alzando precios y descontando impuestos. Los diarios, la televisión y las radios divulgan avisos de bancos que ofrecen préstamos de reconstrucción que más tarde estrangularán a los deudores. Una verdadera hemorragia de publicidad comercial hace del drama del terremoto una comedia que ofende al pueblo y su angustia.
La reconstrucción de hospitales, escuelas, caminos y puentes será el campo de prueba para el gobierno de la derecha. A los reclamos de las víctimas por viviendas, salud y educación, se sumarán las exigencias de miles de trabajadores que han quedado cesantes, o que estarán en esa situación a corto plazo. La temporada de lluvias acentuará el desamparo de miles de damnificados.
Asimismo, los estudiantes y sus familias reclamarán escuelas y liceos dignos. La acumulación de frustraciones y la rabia ante las promesas incumplidas de la Concertación y ahora de la derecha, conducirá a la necesaria organización y a la lucha popular. La protesta social amenaza convertirse pronto en una tormenta. Ni el toque de queda ni los militares en la calle podrán contenerla. En ese sentido, mal hacen aquellos sectores de Izquierda que demoran la construcción de una alternativa popular y democrática independiente. Navegar en la estela de la Concertación, desvencijada y aportillada nave política, resulta suicida en las condiciones de tempestad social que se acumula en el horizonte.

PF
(Editorial de Punto Final, edición Nº 705, 19 de marzo, 2010)
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