24 januari 2009

REFLEXIONES SOBRE LA CONSTITUCIÓN DE 1980

REFLEXIONES SOBRE LA CONSTITUCIÓN DE 1980 Y EL MOVIMIENTO POR LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE EN CHILE (BORRADOR)

Francisco E. Sanhueza San Martín

Bron: www.marxismo.cl

I. Introducción

En los últimos 30 años, muchos Estados de América Latina que salían de regímenes dictatoriales o autoritarios generaron mecanismos de democratización sobre la base de una convocatoria a una asamblea constituyente; como por ejemplo, Perú, Brasil, Honduras, Nicaragua, Ecuador, Guatemala, Colombia, Paraguay, Bolivia y Venezuela. En el caso de Chile, paradojalmente, a pesar del prestigio internacional que actualmente goza nuestra democracia –prestigio del que se vanagloria su clase política-, presenta el triste record de ser el único país latinoamericano en el que el pueblo nunca en su historia ha formado parte de un proceso constituyente en forma voluntaria, democrática y participativa. Todas sus constituciones políticas han sido impuestas y dictadas por la burguesía mediante el poder presidencial apoyado en el poder militar. Nuestra última Constitución Política de 1980, impuesta bajo dictadura, es fiel ejemplo de lo anterior, herramienta de dominación y garantía de una institucionalidad pro-capitalista, antidemocrática, elitista y antipopular, botón que abrocha la contrarrevolución capitalista de 1973.

Sin embargo, a pesar de la fachada democrática negociada por los partidos de la Concertación y la dictadura en 1989, el régimen actual debe retocar la institucionalidad vigente para aparentar legitimidad –la última reforma constitucional data del 2005-. Pero el descascaramiento de esta fachada es inevitable, revelando su verdadero talante de ilegitimidad como aparato de dominación de clase, ajeno al pueblo y su voluntad. Frente a este hecho innegable que persiste y reflota de tanto en tanto, es que hoy nuevamente escuchamos voces que reclaman la ilegitimidad constitucional, pero no al unísono, dado que los intereses de los demandantes no son los mismos, lo que da cuenta de que se trata de un problema de clase e ideología. Desde políticos de la Concertación, pasando por sectores reformistas hasta la izquierda revolucionaria demandan por una nueva constitución, unos como crítica de los procedimientos y formalismos del régimen democrático –que se consideran desde esta perspectiva poco participativos-; otros, en el sentido de avanzar en la resolución de las contradicciones del sistema capitalista en favor de los oprimidos y explotados. Sin embargo, frente a la aparente lucha libertaria contra una constitución de origen fascista, existen más dudas y temores respecto de que en el actual contexto –dada la correlación de fuerzas correspondientes entre los sectores populares versus la oligarquía dominante- una Asamblea Constituyente concrete un cambio sustantivo en la realidad del país a favor de explotados y oprimidos. No vaya a ser que cambie todo para que nada cambie y se termine legitimando la ilegitimidad del régimen capitalista neoliberal iniciado por la dictadura y continuada bajo los gobiernos de la Concertación.

Ahora, ciertamente, el hecho de que en Chile resurja una vez más la demanda por un cambio constitucional, es producto, por un lado, de las luchas de los movimientos populares en el continente que han desembocado en procesos constituyentes; pero por otro, fruto de las cada vez más evidentes contradicciones entre la institucionalidad vigente, la calidad de la política burguesa y las demandas populares. En efecto, el actual sistema político pierde cada vez más legitimidad –como demuestra el envejecimiento del padrón electoral- haciendo evidente su carácter instrumental para la dominación por parte del capitalismo neoliberal y la clase política que lo sustenta –quienes utilizan el Estado tanto como instrumento de dominación de clase como botín a repartir-. Frente a esto, tanto el gobierno y la clase política-parlamentaria, como el reformismo y organizaciones de la sociedad civil satélites del actual sistema, coinciden en que los déficits de la democracia se superan con más y mejor democracia, y es para tales efectos que están pensando un cambio constitucional. El problema radica en qué democracia.

La ponencia comunica un estudio de caso. Tiene por objeto explorar las posibilidades y obstáculos de la “Convocatoria por una Asamblea Nacional Constituyente” hecha, valga la redundancia, por el Movimiento por la Asamblea Constituyente1. En lo fundamental, el documento gira en torno a dimensiones como el sentido del llamado a Asamblea Constituyente en Chile; quiénes son sus actores principales –lo que necesariamente afecta nociones de procedimientos y estrategias a seguir-; y finalmente, cuáles son las condiciones que presenta Chile para levantar con éxito la iniciativa, en comparación con otros países andinos que han seguido procesos constituyentes. Pero también el documento busca provocar el debate en la izquierda revolucionaria respecto de la relevancia para nuestros objetivos estratégicos, ya sea por que implica necesariamente la querella con el reformismo, así como abre la discusión sobre la construcción del Estado Revolucionario y su orden político-estatal.

El documento comienza con reflexiones sobre el origen y legitimidad de la Constitución de 1980; continúa con el análisis de la Convocatoria a Asamblea Constituyente; y concluye, con un ejercicio descriptivo del movimiento que realiza la convocatoria y la proyección de tendencias y posibilidades respecto de las líneas de acción que se plantea el movimiento por la Asamblea constituyente.


II. La Constitución Política del Estado de 1980: orígenes, legitimidad y sociedad civil.

El golpe militar del 11 de septiembre de 1973 significó la derrota político-militar de las fuerzas sociales y políticas revolucionarias del periodo 1938-1973, caracterizado por el predominio una matriz estatal nacional-desarrollista. El hecho se entiende como una contra-revolución capitalista que enfrenta la “disposición revolucionaria” de la clase trabajadora, aún cuando ésta carecía de “poder de fuego” (Salazar y Pinto, 1999, p.101).

Lo sucedido a continuación abrió paso a una de las tantas “coyunturas constituyentes del Estado de Chile” (Salazar, 1999, p.19). La intervención institucional de las Fuerzas Armadas y de Orden en 1973 instala un régimen fundacional -dadas las facultades legislativas, ejecutivas y constituyentes que asume la Junta Militar- que reconstruye la sociedad chilena sobre nuevas bases económicas, sociales y políticas que cristalizan en el Estado neoliberal y su consagración en la Constitución de 1980.

Según Goicovic (2006) este proceso re-fundacional se despliega en tres etapas. Durante la primera (1973-1974), el régimen militar consolida su poder –como lo deja establecido el Informe Rettig- en base a la represión y el terror hacia los militantes de base de la izquierda, campesinos, pobladores y la clase obrera. Durante esta etapa, además de la violencia física, se declaran ilegales toda expresión política de los partidos de la Unidad Popular y las organizaciones de trabajadores, mientras que se declara el receso del Congreso Nacional y los partidos opositores a la Unidad Popular. En una segunda etapa (1974-1978), se sientan los pilares de la nueva sociedad; con la creación de la DINA, la represión política –sobre la base de la Doctrina de la Seguridad Nacional- se especializa y se vuelve selectiva, aniquilando todo tipo de oposición en Chile, cuestión que se asume como condición política para la refundación del Estado y la sociedad –por ejemplo el Código del Trabajo de 197t?mido Finalmente, la tercera fase se inicia con la promulgación de la Constitución de 1980, y se proyecta hasta el plebiscito de 1988, para luego ser reconocido por los gobiernos de la concertación.

La Constitución de 1980 no sólo significa el marco donde debía transitar el régimen político en adelante, sino que además lo definía mediante “instituciones autoritarias, con un poder presidencial fuerte, un parlamento debilitado, con gobiernos locales designados, y con unas fuerzas armadas autónomas del poder político y jugando el rol de garantes del orden institucional” (Goicovic, 2006, p.11), de modo que el movimiento popular queda descentrado del sistema político2, siendo los partidos políticos los actores que por antonomasia transmiten demandas, influyen y modifican en mayor medida las acciones de gobierno.

Como sistema político-administrativo, las instituciones heredadas de la Constitución de 1980 se imponen para asegurar la gobernabilidad, en el sentido de la eficiencia de la gestión administrativa para asegurar la marcha del sistema económico sobre la base de mecanismos que anulan la intervención popular sobre el Estado o el mercado, decisiones que el sistema político restringe a la clase política (Salazar, 1999, p.105). Más aún, la institucionalidad heredada de la dictadura sólo reconoce súbditos y consumidores3, y sólo dialoga con ciudadanos domesticados (Salazar y Pinto, 1999) o sujetos obedientes (Goicovic, 2004). Y, en última instancia, para salvaguardar esta institucionalidad de las “clases peligrosas”, el Estado se dota de una sobrecarga policial y represiva, predominando su concepción de gobernabilidad una lógica de seguridad que bloquea intenciones de cambio estructural por parte de las clases populares, las cuales aparecen en la actual institucionalidad hegemonizada por los partidos del sistema en la zona de su ‘representación política’, y vigilada por aparatos de seguridad en los espacios de sus ‘acciones directas’ que el Estado criminaliza catalogándolas de acciones terroristas.

De este modo, la institucionalidad vigente a la vez que expulsa a las mayorías de la toma de decisiones en materias políticas y económicas, y crea las condiciones para la represión y el enfrentamiento con los movimientos sociales. En efecto, bajo esta institucionalidad, trabajadores, pueblos originarios, pobladores y estudiantes en lucha tienen un margen de acción pequeñísimo obligando a levantar la barricada, un cuadro, que viene a cerrarse con la criminalización pública de la lucha social y la aplicación de leyes represivas a quienes se enfrentan al sistema, como la Ley de Seguridad Interior del Estado, Ley Antiterrorista, Ley de Control de Armas, Código Laboral, entre otras.

Se podrá argumentar que la Constitución de 1980 reconoce en su artículo 1º la autonomía de los grupos intermedios; sin embargo, es una autonomía cercenada al restringir su participación en lo político para la definición del orden colectivo. Lo contrario -según el artículo 19º de la Carta Fundamental- es apropiarse ilícitamente de un derecho propio de los partidos políticos –que funcionan en un bipartidismo conservador-, transformándose esta autonomía, en un peligro para el orden público y la seguridad del Estado4.

La institucionalidad heredada al constituirse como un “deber ser” para el colectivo es fuente de prácticas que han sedimentado en una cultura política de las masas que explica las dificultades de organización5. La Constitución de 1980 al establecer una dicotomía entre lo político y lo social reduce lo político a la gobernabilidad y la administración del Estado neoliberal (Salazar y Pinto, 1999). Los obstáculos que presenta para la proyección de “lo social” sobre “lo político”6 repercuten en esta cultura política de la sociedad civil, cuestiones que se manifiestan en fenómenos como la apatía política, la protesta antisistémica fragmentada, la emergencia de movimientos sociales peticionistas que adolecen de sentido político, el basismo y el movimientismo, o el discurso político que permea a algunos sectores de movimientos sociales y

que propugna el ejercicio de la ciudadanía sin contar con los espacios institucionales necesarios para ello7.

Lo único que espera la institucionalidad heredada –y perfeccionada- de la Constitución de 1980 de la cultura política del pueblo es el “deber” de votar, y segundo, la “posibilidad” de peticionar (Salazar y Pinto, 1999). Tales son los canales que la ciudadanía puede utilizar para expresar su sentido político; mientras lo primero, entrega legitimidad formal y permite la reproducción democrática del sistema estatal imperante; lo segundo, constituye a las organizaciones sociales como una representación informativa y consultiva que es canalizada por los partidos políticos que parlamentan y deciden respecto de las políticas que los afectan en el marco de ciertos requerimientos –quórums- y el sistema binominal. Entonces, los autónomos no son las organizaciones sociales como dice la Constitución de1980, sino que los partidos burgueses de la Concertación y la Alianza que forman el sistema bipartidista chileno, los que actúan diluyendo la autonomía popular y como instrumento mecánico para la reproducción del sistema instalado por la dictadura de Pinochet.

El pecado original de la Constitución de 1980 es su ilegitimidad. Su origen bajo dictadura, en estado de sitio y sin registros electorales la hacen digna de desobediencia sobre todo cuando se fundamenta sobre principios nazi o fascistas –cuestión explícita hasta 1989 con la prohibición de la existencia de Partidos Comunistas8-; pero peor aún, es fruto de la apropiación del poder constituyente por parte de la Junta Militar. De este modo, la legitimidad democrática es uno de los elementos insalvables del actual orden político estatal que santifica la actual Constitución Política del Estado de Chile, en ningún momento reflejo de la autodeterminación del pueblo. En efecto, las constituciones fundamentan el orden que “constituye” al Estado, es decir, es “la expresión jurídica del orden político estatal” (Cazor y Fernandez, 2002, p.148) que tiene sustancia imperativa, un deber ser del proceso político que, por tanto, no es una definición neutra del orden estatal; por el contrario, afecta y orienta las actividades estatales y las regulaciones que derivan de ella.

En este sentido, cuando se agrega el adjetivo neoliberal al concepto de Estado, es para describir el orden público que propugna la Constitución de 1980 en materia económica. En efecto, nuestra Carta Fundamental denota un sesgo ideológico que supone restricciones al poder regulatorio del Estado9. La “constitución económica” de 1980 (Ferrada, 2000), de corte neoliberal, abandona completamente los principios económicos desarrollista del Estado y la Constitución de 1925 –de la que sólo quedan artículos respecto de la nacionalización del cobre- lo que tiene por objeto consolidar una estructura económica basada en la libertad económica, el derecho de propiedad y una pretendida neutralidad técnica de los órganos estatales con competencia en materia económica, instaurando un sistema económico que privilegia el mercado como instrumento que guía las relaciones productivas y de intercambio. La constitución del mercado como principal agente para la asignación de recursos, se manifiesta en amplias garantías al sector privado para el ejercicio de actividades mercantiles a la vez que restringe las capacidades del Estado para desarrollarlas, delegando en él, el mero rol de subsidiario de la iniciativa privada.10

Ahora, en términos políticos, a medida que se consolida la Junta de Gobierno se asume a sí misma como una dictadura soberana (Goicovic, 2006) que hace cada vez más potente y clara su atribución de poder constituyente, es decir, su voluntad política para determinar el modo y forma de existencia política del colectivo. Su proyecto político, cristalizado en la Constitución de 1980, se manifiesta en una democracia autoritaria y elitista que se proyecta hasta la actualidad. En este sentido, preguntar por la legiti

midad de la Constitución de 1980 implica entonces, el cuestionamiento de la legitimidad del régimen político, económico y social actual que consagra la propiedad privada y la mercantilización por sobre los derechos fundamentales de las personas, cuestión que obliga a repensar cómo se articula institucionalmente las relaciones entre trabajo, Estado y capital.

III. Sobre la convocatoria a Asamblea Constituyente.

El 24 de mayo de 2007 en la Sala de Plenarios de la FECH se forma el movimiento por la Asamblea Constituyente en Chile. En dicha ocasión, se discutió por parte de una diversidad ideológica y valórica de grupos y personas11 un documento – borrador en el que se postula “una nueva Constitución Política del Estado en la que se garanticen los derechos humanos, económicos y sociales, restableciendo la soberanía nacional a manos del pueblo de Chile”12.

Esta demanda forma parte de un largo malestar con la Constitución de 1980 y los poderes constituidos que las reformas introducidas por los gobiernos de la Concertación desde 1990 –incluidas las de 2005- no han logrado subsanar dado que han sido reformas hechas por la oligarquía política.

En su convocatoria, el movimiento por la Asamblea Constituyente13 apela a una mayoría de chilenos que asumen contrarios a la ‘constitución pinochetista para exigir la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente encargada de elaborar una nueva Carta Fundamental que restablezca –y este punto es significativo para entender sus proyecciones- “los grandes avances democráticos que Chile alcanzó en el siglo XX” 14

El 25 de agosto de 2008 la trayectoria del movimiento marca un hito junto al Centro de Estudios de Derechos Humanos (CEDH) de la Universidad Central con la organización del Seminario “¿Necesita Chile una Nueva Constitución?”15 En la actividad se reafirman los principios y demandas del primer encuentro de mayo de 2007, donde se suscribe la necesidad de transformar el actual Estado neoliberal en un Estado Social que garantice constitucionalmente los derechos humanos, económicos y sociales, para lo cual se considera fundamental el ejercicio constituyente mediante una asamblea en que el soberano sea el pueblo de Chile.

El contenido de la convocatoria sostiene el llamado a una Asamblea Nacional Constituyente para la generación de una Carta fundamental que a) represente la voluntad soberana del pueblo “restituyendo la soberanía nacional a manos de su único titular: el pueblo de Chile”; b) sustituya la Constitución de 1980, de naturaleza antidemocrática, plutocrática y autoritaria, que ampara poderes fácticos, privilegia el lucro y legitima el saqueo del patrimonio público vía privatización, en suma, conservadora, en el sentido de continuación jurídica de la dictadura y obstáculo a la democracia real; y c) permita erradicar la mayoría de los males de la sociedad chilena que emanan del modelo económico e institucional que santifica la Constitución de 1980 al favorecer la concentración monopólica de la propiedad, agudizar la desigualdad y la injusticia social, y que además, permite al capital extranjero controlar la mayor parte del cobre, los recursos hídricos, el sistema previsional, la energía, el sistema bancario y las telecomunicaciones, “sangrando, a perpetuidad, el esfuerzo del trabajo nacional”.

Existe un consenso básico entre los firmantes de la convocatoria: la necesidad de cambiar y/o derogar la Constitución de 1980; sin embargo, la propia diversidad ideológica y valórica de los participantes del movimiento, propicia posiciones críticas.

Dentro de estas posiciones críticas, nos encontramos con los argumentos de Pablo Ruiz-Tagle académico de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile que, si bien es partidario de cambiar la Constitución de 1980, no considera viable para los objetivos ulteriores del movimiento llevar a cabo una Asamblea Constituyente. Al respecto, argumenta que la influencia de las actuales mayorías electorales en la conformación de un órgano que ejerza el poder constituyente puede desembocar en la legitimación de la autocracia en Chile dado que no existe la seguridad de lograr un proyecto constitucional compartido en Chile, cuestión evidente en un país en que ni siquiera los partidos políticos cuentan con democracia interna y responde a poderes fácticos. Sin embargo, la contradicción más importante se presenta cuando Ruiz-Tagle indica que el camino para cambiar la constitución debe combinar la reforma constitucional gradual -sin convocar a una Asamblea y desde los poderes democráticos constituidos- con un cambio de interpretación de la misma, en el sentido de los derechos económicos y sociales, con el fin de transformar su contenido –vía que encuentra antecedentes en el cambio de la Constitución de 1833-. Pero la contradicción de esta estrategia radica en encontrar dentro del actual sistema político órganos constitucionales donde se exprese plenamente el principio democrático y se pueda llevar a cabo tal transformación.

Por su parte, Andrés Figueroa Cornejo, militante del Polo por el Socialismo pone el acento en el realismo necesario para el triunfo de la iniciativa. Plantea que las asambleas constituyentes son expresiones de relaciones de fuerza existentes en una sociedad en un determinado periodo histórico, por lo que afirma la necesidad del fortalecimiento de la lucha popular y de clases para terminar en la “puesta de cabeza” de la Constitución de 1980, es decir, es necesario lograr –según sus palabras- condiciones de “hegemonía de la clase trabajadora y el pueblo”. Afirma que en la actualidad existe una desproporción entre las fuerzas populares y los poderes constituidos en la Carta de 1980, es decir, aún no se constituye el sujeto capaz de movilización para cambiar el actual orden institucional.

Sin embargo, este militante de izquierda reconoce un punto de confluencia y soporte de las diversas fuerzas del movimiento que radica en la ampliación de los grupos vulnerados en sus derechos fundamentales más allá del sector que sufrió la violación de los DDHH por razones políticas durante la dictadura militar de Pinochet, afirmando que una nueva Constitución debe garantizar los derechos fundamentales de las personas, como el acceso a salud, educación, techo, trabajo digno, reconocimiento de los pueblos originarios, pluralidad sexual y protección del medioambiente, entre otros temas. Tanto Figueroa Cornejo como Ruiz-Tagle, desde posiciones críticas a la convocatoria a Asamblea Constituyente, pero desde posturas ideológicamente diferentes, entienden que una nueva Constitución, democrática, debe constituirse en el actual contexto como un horizonte de sentido para la acción política, un punto de llegada que derive de la articulación de las luchas y no un punto de partida o un fin en sí mismo que mecánicamente traerá más democracia.

Una postura intermedia manifiesta Juan Gómez Leyton (2007). Por un lado, se muestra escéptico respecto de los recientes acuerdos entre los centros de estudios ligados a la Concertación para confluir en una Comisión Constituyente para la elaboración de una nueva Constitución Política del Estado. Reconoce que es una iniciativa positiva, pero critica el modelo elitista y antidemocrático que cierra el debate a la ciudadanía dado que los personajes encargados de elaborar el proyecto son elegidos a dedo por los partidos políticos, saltándose el principio de que el poder constituyente debe ser autónomo del poder constituido, repitiendo de este modo, la fórmula de la Constitución Política de 192516 . Leyton señala que la vía para resolver el problema constitucional pasa por plantearse –no en última instancia-, la convocatoria a una Asamblea Constituyente, es decir, como un punto de llegada que permita tanto la acumulación de fuerza, la información y movilización social, como las negociaciones necesarias con las fuerzas políticas. Adelantarse –según Goméz Leyton- en el actual contexto significa repetir el destino del movimiento que en la década de 1980 fue institucionalizado por obra de los partidos políticos de la Concertación en la Constitución de 1980; sin embargo, sostiene que las condiciones materiales y subjetivas están dadas para la constitución de un movimiento para la asamblea constituyente. Estas condiciones se manifiestan de manera más dramática en el continuo envejecimiento del padrón electoral y los altos niveles de desconfianza de las personas hacia sus representantes y autoridades políticas.

Ahora, los activistas del movimiento por la Asamblea Constituyente, señalan como antecedentes para la posibilidad de iniciar un proceso constituyente el caso de Bolivia, Colombia y Ecuador. Mientras que en Ecuador y Bolivia los procesos constituyentes fueron un punto de llegada (Chávez y Mokrani, 2007) luego de movimientos insurreccionales, el descrédito de los partidos políticos tradicionales17, y finalmente, una desinstitucionalización del sistema democrático (Ramírez, 2007; Chávez y Mokrani, 2007) en el marco de una revitalización de las luchas populares que revalorizan la lucha política como acción colectiva en contraposición a la concepción de ésta como gerenciamiento empresarial (Korol, 2007). En el caso colombiano fueron estudiantes universitarios que organizaron el “movimiento por la séptima papeleta”, lo que condujo al país a convocar –sin una estrategia insurreccional, a pesar de la crisis de legitimidad del régimen político y la descomposición social- a una Asamblea Nacional Constituyente en 1991. Nuevamente, la Asamblea Constituyente de 1991 fue el punto de llegada de un largo proceso político –que incluye el desarme del M19- cuyo fin era el logro de una solución duradera a la crisis que afectaba al sistema político colombiano. Observar la trayectoria de estos casos resulta pertinente para compara el Estado de la situación y las posibilidades en Chile.


IV. Conclusión.


La demanda por una Asamblea Constituyente da cuenta del malestar tanto con la institucionalidad heredada de la dictadura como con la ilusión de la consolidación democrática refutada por las crecientes desigualdades sociales que se manifiestan en el aumento de las abstenciones, votos nulos y envejecimiento del padrón electoral.

Ideológicamente, el Movimiento por la Asamblea Constituyente es un movimiento crítico de la democracia representativa a la que opone una organización política pluralista sobre el elitista, pero que continúan en el marco de la democracia burguesa y añora al periodo de alianza de clases del Estado benefactor o nacional desarrollista, que ahora llamado Estado Social que reconoce constitucionalmente los derechos económicos, sociales y culturales de los pueblos, sin cuestionar las relaciones de producción. En el movimiento, participan mayoritariamente organizaciones tradicionales de la sociedad civil –como organizaciones estudiantiles, de profesores, de funcionarios de la salud pública, etc., en general grupos asociados a la emergencia de las clases medias y la expansión del Estado benefactor durante el siglo XX-, grupos de notables, y organizaciones políticas de distinto signo ideológico –desde la izquierda revolucionaria hasta la socialdemocracia y el progresismo. Muestra marcadas apelaciones a la cuestión nacional, la democracia conquistada durante el siglo XX, actualizando el Estado nacional-desarrollista o benefactor bajo el concepto de Estado social. Se observa también un espíritu latinoamericanista que se denota en su interés por los procesos constituyentes de países como Bolivia, Ecuador y Colombia, lo que es congruente con la construcción por parte de este movimiento de una identidad opuesta a la del Chile neoliberal.

Sin embargo, su propuesta de Asamblea Constituyente no se visualiza en un futuro cercano. Su ambigua relación con el sistema político imperante puede dar paso a una reforma de la constitución “por arriba” dada la desfavorable correlación de fuerzas para los sectores populares. La convocatoria a Asamblea Constituyente en Chile, cuando toma como ejemplo a seguir los procesos constituyentes de Ecuador y Bolivia, sólo considera el producto final –la Asamblea Constituyente-, ignorando el proceso a través del cual se logra el inicio de procesos constituyentes. En efecto, no existen alusiones sobre la situación de insurrección popular y la crisis de representatividad y legitimidad de los partidos políticos tradicionales que condujeron a una crisis institucional que desemboca en una Asamblea Constituyente que tiene que ver con una acción colectiva desde que tiene por objeto la incidencia, ocupación, resistencia y desmantelamiento del aparato político del Estado, un largo recorrido trazado por movimientos sociales que en su accionar adoptaron un carácter insurreccional para el cambio del orden político-estatal.

Creer que la mera iniciación de un proceso constituyente mediante reformas desde el poder constituido (Congreso, Presidencia, Poder Judicial) para permitir un plebiscito para una Asamblea Constituyente es una ingenuidad tanto como la idea de que la dictadura fue derrotada con la marca de un lápiz en un voto –de hecho ese lápiz, fue la expropiación de la lucha por parte de los partidos políticos de la Concertación y su negociación con Pinochet-.

Para los intereses de los sectores populares, no es posible emprender de manera exitosa un proceso constituyente bajo las reglas de la democracia burguesa. La otra opción, implica acumular fuerzas y generar un pliego del pueblo para la movilización social frontal y decidida contra el sistema como puede constituir la convergencia en la recién pasada Asamblea Popular para que los movimientos de clase pasen de la resistencia a la ofensiva.

En efecto, las clases explotadas y oprimidas son capaces mediante la acción directa de masas de resistir y revocar políticas neoliberales criminales. Ejemplo de ello han sido los movimientos populares –y no los partidos electoralistas- de Cochabamba y Arequipa que se opusieron a la privatización del agua y la electricidad respectivamente. O bien, los movimientos populares y de la clase media empobrecida en Argentina el 2001. Lo mismo sucedió en Ecuador, donde indígenas y funcionario derrocaron a presidentes, o retomando el caso boliviano, los cultivadores de las Yungas y los mineros de Guanín, desempleados y subempleados del El Alto que junto con obreros de La Paz derrocaron el régimen neoliberal-fascista de Sánchez de Lozada.

El camino para la emancipación del pueblo luego de dos décadas de democracia representativa bajo un sistema político oligárquico y una economía neoliberal expoliadora se vuelve cada vez más evidente. Como señala Petras (2004), la evidencia empírica e histórica demuestra que los movimientos sociopolíticos de acción directa de clase han sido la única fuerza política capaz de resistir y derrocar regímenes y políticas neoliberales; por el contrario, ningún régimen electoral en el que prima el poderío de la burguesía nacional ha desafiado al neoliberalismo”.

El Movimiento por una Asamblea Constituyente levanta un mito. El mito de que es posible derrocar el régimen neoconservador vigente en Chile a través de las herramientas de la democracia burguesa. Por el contrario, es necesario fortalecer la unidad del movimiento popular para derribar todo poder constituido y, desde una posición de poder, plantearse la refundación del orden político estatal y la construcción del Estado Revolucionario teniendo por horizonte la socialización de los medios de producción y su gestión. Si la izquierda revolucionaria se involucra en la demanda por una nueva constitución debe ser desmarcándose y desenmascarando la estrategia reformista que quiere dotar de un rostro humano al capitalismo. El papel de los revolucionarios no debe ser sumarse gratuitamente al llamado por una Asamblea Constituyente para mejorar la situación de las clases explotadas y oprimidas dentro del orden imperante como pretenden los reformistas, sino mejorar las condiciones para la conquista del poder político por parte de las clases populares.

Este enfoque sobre el cambio social radical, entiende que en la actual encrucijada que abre la crisis del sistema capitalista mundial, las tareas inmediatas de la izquierda pasan por fortalecer el movimiento popular, descubrir las contradicciones del neoliberalismo, consolidar sus organizaciones políticas como organizaciones de combate, y enfrentar la violencia del Estado burgués, con el fin de instalar la opción del socialismo como salida a la ruina económica y crisis política que nos conduce la anarquía del capitalismo. Pero también es necesario que las organizaciones revolucionarias lidien contra el sectarismo tanto como contra el revisionismo. En este sentido, la acción conspirativa de las organizaciones revolucionarias debe estar imbricada en la lucha cotidiana de pobladores, estudiantes y trabajadores de modo que las tareas concretas tengan estrecha relación con la lucha de clases que se manifiesta descarnadamente en el día a día de hombre y mujeres y sus luchas no se transformen como en el reformismo, en meros instrumentos de las cúpulas partidarias.

Llamar y luchar por un proceso constituyente en Chile debe ser un paso más hacia la construcción del socialismo y no un fin en sí mismo como pretende el formalismo reformista. Un Estado Revolucionario en un periodo de transición se debe sostener en una Constitución que permita la socialización progresiva del proceso de producción, como germen para un nuevo orden social, una Constitución que facilite y acreciente la organización popular y su cultura de clase para que se constituya como factor activo del proceso revolucionario.

En suma, en la discusión sobre Asamblea Constituyente sigue presente la discusión sobre reforma o revolución. Quienes piensan que el proceso constituyente por sí mismo traerá más democracia se encuentran del lado de reformistas y burgueses. Quienes piensan que la asamblea constituyente es un punto de llegada de la acumulación de fuerza popular para el socialismo mediante el apoyo a la movilización de masas y su acción directa como camino revolucionario hacia el poder político, y el fortalecimiento de organizaciones políticas de combate, se encuentran del lado de la revolución. La tarea es fortalecer la consigna de Asamblea Popular Constituyente con contenido revolucionario desarrollando una “estrategia de poder”, creando Frentes Político-Sociales en los territorios, fortaleciendo la autodefensa de masas, activando nuevas formas de solidaridad y rechazando el dogmatismo, el revisionismo y el sectarismo que tanto mal le han hecho a la causa revolucionaria en Chile.

El reformismo electoralista propugna una democracia sin movimientos sociales. El desarrollo económico y social de los sectores populares requiere de cambios en la estructura de clases y la configuración del poder político, la cuestión es cómo. La disyuntiva nuevamente es reforma o revolución, elecciones o movimientos sociales anti sistémicos que se enfrenten con la estructura y órganos del poder político vigente. Una Asamblea Popular Constituyente es una posibilidad de acción de los movimientos sociales contra el estado neoliberal sólo en el marco de una favorable correlación de fuerzas y una estrategia de poder consolidada.


VI. ANEXOS


  1. ANEXO 1: Por la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente

La Constitución Política del Estado no representa la voluntad soberana del pueblo chileno. Fue impuesta en 1980 para legitimar una dictadura que violó los derechos humanos y enriqueció a un puñado de empresarios que, mediante espurias privatizaciones, se apoderaron de la mayor parte del patrimonio público forjado con el trabajo y ahorro de generaciones de chilenos.

La Constitución actual ampara a los poderes fácticos que ayer se sirvieron de la tiranía y que hoy gozan de ocultos e irritantes privilegios, ejerciendo un control decisivo sobre la economía, las instituciones políticas y los medios de comunicación. No sólo es ilegítima en su origen. Es, además, antidemocrática, porque privilegia la renta y el lucro por sobre la dignidad humana, deja los principales resortes del poder económico y jurídico fuera del alcance y control de la ciudadanía y establece obstáculos insalvables para su modificación. Representa, en definitiva, la continuidad jurídica de la dictadura e impide el establecimiento de un régimen verdaderamente democrático.

Todas y cada una de las frustraciones, dolores y angustias que afectan gravemente la subsistencia y el bienestar de la gran mayoría de los chilenos, derivan de un modelo económico e institucional que, amparado en la Constitución de 1980, favorece la concentración monopólica de la propiedad y agudiza la injusticia social. Así, el capital extranjero ha llegado a controlar la mayor parte del cobre, los recursos hídricos, el sistema previsional, la energía, el sistema bancario y las telecomunicaciones, sangrando, a perpetuidad, el esfuerzo del trabajo nacional. La inestabilidad y la precariedad del empleo, la deficiente atención en salud, educación y vivienda, la gravísima destrucción del ecosistema, el deterioro de la calidad de vida en nuestras ciudades, la impunidad que beneficia a muchos civiles y militares responsables de graves crímenes contra la humanidad, la discriminación y el desconocimiento de los derechos de los pueblos originarios, la corrupción y el clientelismo presentes en el aparato público, la crisis del